domingo, 24 de febrero de 2013

Hubo un tiempo en que el cine servía para levantar acta, para dictar sentencias e imponer ideologías a las masas. Sucedió con los más grandes del mudo, con Leni Riefenstahl, con David W. Griffith y, obviamente, con Sergéi Eisenstein. Pero también, con más sutileza, en los géneros clásicos del sonoro. 

Sin ir más lejos, estimar la importancia ideológica de los westerns es, hoy por hoy, una obviedad. Para bien y para mal, la tendencia se ha difuminado con el paso de los años y en estos tiempos de pensamiento débil son pocos los cineastas que sustenten sus propuestas en una tendencia política clara. 

Quizá las grandes producciones del presente no sean inocentes (detrás de ellas, siempre suele verse un modo -generalmente conservador- de entender el mundo), pero ya no se busca transformar la sociedad. Ni tan siquiera marcar unos códigos de conducta correctos. 

Todo ha cambiado rotundamente. Porque cuando filmaba Octubre Eisenstein sí creía en algo. Había hecho propio el sentir revolucionario de las clases obreras de su país y, en motivo de una celebración (el décimo aniversario de la Revolución de 1917), se atrevía a plasmar en imágenes el pálpito de un pueblo (el ruso) que había derrocado al gobierno provisional moderado post-zarista para dar paso a una era comunista de marcado optimismo y que aún no dejaba entrever sus (muchos) claroscuros. 

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